Extraños
Escribiré lo que quiera!
domingo, 19 de octubre de 2014
Cuerpo y alma.
Relampagueaba en la calle, los cristales de las ventanas estaban empañados, y fuera llovía.
Mientras, sentada en la cama, pensaba en aquello sucedido. Arañando el aire, describiendo el silencio. Se miró al espejo, desnuda, atisbaba sus marcas de maternidad, sus múltiples cicatrices de caídas, de enfermedades y de quemaduras con el horno, hacia tiempo que no cocinaba.
Alzó su mano y miró sus dedos, sus uñas y cerró el puño fuertemente, así era ella, perfectamente imperfecta, sus curvas se dibujaban en la claridad del ambiente. Vio sus ojos, grandes, marrones, sus ojeras profundas, heredadas, sus largas pestañas y su cejas perfiladas. Se tocó el rostro haciendo hincapié en las manchas que el sol provocaba en su clara piel y lentamente dirigió sus dedos a sus labios carnosos y agrieteados, los perfiló suavemente bajando a la barbilla.
Nunca se había mirado al espejo tan detenidamente, nunca había pensado como era, siempre había tenido una opinión externa, de familiares, de amigos o enemigos. Sin embargo, realmente, nunca se había preocupado por su aspecto, siempre mirando su intelecto, su familia, su trabajo, apenas sabía como era su ser. Y aquel día se vio bella.
En su preocupación por lo demás olvidó que era el placer, sentir como te rozan la piel suavemente, libre, sin pensar en nada. Allí, delante del espejo, se acaricio levemente su brazo extendiéndose hasta sus senos. Sintió como el bello se le erizaba y una sensación de bienestar la llenaba. Fuera, el agua caía con más fuerza.
El miedo, o quizás su educación la habían hecho pensar que su cuerpo no era importante, y en ese momento se dio cuenta que era mentira, su cuerpo, era precioso, fuente de sensaciones y expresión de sentidos, vulnerable y exquisito.
No sabía que su alma estaba encogida dentro de él, sin sentirse completa y extensa, sin saborear lo mundano e intentar vivir en lo divino, no pensó que la conjunción entre cuerpo y alma era el perfecto equilibrio de satisfacción.
Permaneció allí largas horas mirándose. Erguida, de pie frente al espejo. Sin pensar en nada ni en nadie, sólo ella, su alma y su cuerpo.
miércoles, 8 de enero de 2014
LA VIDA DESATENTA.
Y arrojó de sus manos el cincel manchado de un color
sangriento, lo tiró contra el suelo con fuerza. Rechinaron sus dientes en tonos
metálicos por la muela de oro que tenía, se la puso de jovenzuelo, para
impresionar a las muchachas, quizás, y cerró la puerta de un portazo.
Fuera, en la calle, había bruma, el cielo crepitaba tintes
anaranjados y el sol moría en el horizonte.
Desdeñado, perturbado por no poseer la pericia de Dios,
esquizofrénico de su propia mente, escuchaba la voz, la voz del genio, del
germen que le gritaba acosadora, -no serás capaz, ¡no serás capaz, maldito!
Jamás podrás terminar la obra maestra.-
A zancadas se metió en el primer bar que encontró,-¡
whiskey!-, pidió, con rapidez lo cogió de la barra, a él no le gustaba el
whiskey, ni el alcohol, pero se encontraba tan ahogado en sus pensamientos, tan
absorto y débil y había leído tanta novela negra en las que el protagonista se
tiraba en manos del alcohol para poder inspirarse, para poder olvidar, para
poder quizás ver la luz entre tanta oscuridad. Y se lo bebió tan rápido como se
lo habían puesto, de un trago, pero no depositó enseguida el vaso de cristal medio
sucio, aparecía lleno de polvo y paseó su pupila azul hacia el fondo
inclinándolo sobre sí, mirando al cielo, cielo oscuro, porque dentro de un bar
mugriento, con la barra aceitosa, los taburetes de los años ochenta, un cristal
naranja traslucido hacía de ventana, los rayos de sol se asfixiaban antes de
entrar. Buscó en el fondo del vaso, anhelando una respuesta, una divagación, un
algo que le diera solución a su tormento.
¿Por qué había decidido pintar de bermellón la escultura?
Vio su cara perfectamente cincelada y le parecía tan pura,
tan cristalina, desteñía tanta, ¿Cómo decirlo...? tanta virginidad. Y ¡no! No
se correspondía con la modelo, para nada. En absoluto. Ella no era ni virginal,
ni pura, ni buena ni… ella le había arrancado el corazón de cuajo, se lo había
metido en la boca, lo había masticado con saña y se lo había escupido en el
pecho. Sí, parece tópico, pero fue así. Ya no tenía corazón, ni alma, tan sólo
el vómito de una fulana malcriada que lo había pisoteado. Sí, era una fulana.
Se vendía por fama, por poder, por nada, por unas pesetas y un mal piropo
susurrado a la oreja.
¡Lo voy a romper! Gritó con determinación golpeando con
fuerza férrea la oleosa barra. Corrió con desesperación hacia su estudio. Abrió
la puerta y allí estaba tan preciosa, mirándolo, toda vestida de rojo, y se
sintió sin fuerzas, cayó de rodillas ante ella suplicando piedad. Parecía
observarlo con sus ojos de mármol, tanto había trabajado en ella, tanto se
había esforzado que sentía que aquel retrato ya no era esa arpía que le había
destrozado el corazón, pero no, recordó el dolor que se alojaba en su pecho.
Recordó como lo había usado y había tirado a la papelera. Y con desasosiego
cogió una cuerda y la ató del cuello tirándola al suelo, y ella ni se inmutó.
No se rompió. Increíble, pero ni siquiera se resquebrajó, en lugar de mármol
parecía de metal. Cogió el buril, e intentó, mareado, martillear su precioso y
sedoso cuerpo y en cada intento erraba el golpe. Imposible. Se abalanzó sobre
ella y quizás por los efectos del alcohol, o quizás porque estaba tan cansado,
que se desmayó a su lado. Y allí permaneció largo tiempo tendido. Fueron
minutos, horas o días. Cuando recuperó el sentido tenía tanta hambre que fue
corriendo a la nevera en busca de lo que fuera. Allí encontró un litro de leche
y un trozo de tarta que sabía a frigorífico. Lo jaló en un instante, y en ese
momento se olvidó de su talla.
Se paró a contemplar sus manos, aún teñidas, vio que era un
simple mortal, un animal incapaz de conformarse con la esplendida realidad que
le era regalada, se vistió de optimismo y se dirigió a la ducha. Pero pasando,
desgraciadamente por su estudio, se detuvo en la entrada, y allí estaba, otra
vez, mirándolo, de forma despiadada, yacía en el suelo cubierta de sangre (pero
no era sangre, era la pintura que él le había tirado antes) y de nuevo calló de
rodillas desplomándose el cielo sobre él. Rompió en sollozos, en lágrimas
amargas, y decidió limpiar su amada escultura, se la llevó con la cuerda al
cuarto de baño, la metió consigo en la ducha y le enjuagó los senos, y frotó,
frotó sin descansó. Sin embargo, la pintura ya se había secado y por más que se
esforzaba la pintura no desaparecía. -¡Qué he hecho! Aulló desconsolado. ¿Qué
he hecho? ¡La he matado! Soy un terrible, un terrible asesino. ¿Cómo me he
convertido en un maltratador? ¡Ay mi pobre, mi pobre obra así mutilada!
-La haré de nuevo.- decidió, sacó de nuevo la estatua de la
ducha con la cuerda que aún tenía aferrada al cuello chocaba con todas las
dependencias de la casa, hizo un agujero en la pared con la rodilla, a él no
parecía importarle. Se vistió. Y pensó en tirarla al basurero, sin que nadie lo
viera. La bajó a trompicones por las escaleras hasta el sótano. Y todo
retumbaba, una gran tormenta sonaba, la estatua aún estaba intacta, pese a
todos los golpes recibidos, pero su rostro parecía que lloraba.
Ya había llegado a su coche. Desgraciadamente no cogía en
el maletero. ¡Ya te dijo que necesitabas un cinco puertas! ¿Por qué demonios te
compraste un escarabajo?
Nada, no cabía de ninguna manera, ni en el techo, ni en el
maletero, ni en el asiento delantero, en ningún sitio.
La desesperación se apoderaba de él de una forma
desmesurada. La rabia, el dolor, la agonía le oprimía tanto que ya no podía
respirar. Decidió, amarrarla fuerte y atarla a la bola del remolque para
llevarla aunque fuera a rastras. Y así lo hizo.
El loco escultor vestido de harapos, conduciendo un
escarabajo rojo, llevando una escultura a rastras por mitad de la A92 en dirección del vertedero a
las cuatro de la madrugada.
Y de repente, se acordó. -¡Si es mañana la exposición!- dio
un grito tomó la primera intersección para cambiar de sentido. –Espero que esté
aún entera-espetó. Y haciendo la rotonda la estatua se soltó del frágil amarre.
Salió disparada, rompió las barreras de protección y fue a parar a al campo, debajo de un almendro, chocó
contra el tronco y todas las flores cayeron sobre la maltrecha talla de aquella
mujer mala, o no era tan mala, o simplemente había descubierto que al escultor
le faltaba una tuerca. O quien sabe… pero, en aquel momento, aparecía cubierta
con flores blancas que resplandecían a la luz de la luna de febrero. Vestida de
rojo, ennegrecida por la dureza del asfalto que no había hecho sino pulir aún
más la superficie hasta dejar la espalda totalmente pulida.
El escultor aparcó el escarabajo en la cuneta y se dirigió
corriendo hacia la escultura. ¡Qué esté viva! Imploraba.
Allí yacía, su autor al admiradla resolvió que de ninguna
manera ese ángel era la copia de aquella malvada. La estrechó entre sus brazos
y lloró de nuevo. Sus lágrimas resbalaron sobre el hollín de la carretera y
crearon, en su frente, marcas semejantes a estrellas.
Sacó una manta del coche y la envolvió porque así como
estaba le pareció preciosa. Con sus flores incluidas.
Decidió volver por la mañana con un vehículo apropiado para
su transporte y rescatarla de su mortaja.
Ya en su estudio la admiró con ojos nuevos, y un nuevo
pensamiento. Pensó en no limpiarla, ya había demasiadas esculturas bellas en
las vitrinas de los museos, recordando a la antigua Grecia, y quién podría
superar a “Bernini” y su “Rapto de Proserpina”.
A veces, el destino es el actor de nuestras decisiones, la
locura de no poder aferrarse a las riendas de la vida estalla y nubla nuestro
entendimiento. La furia nos ciega, el desconsuelo se apodera de nuestras
acciones y es la pasión la que nos domina. El escultor admiró como caía la luz
del amanecer sobre el rostro maltrecho y ajado de su enamorada arrepintiéndose
de todas las acciones que había emprendido en su contra. Como estaba, aunque
demacrada, era perfecta, aunque desgastada, era bella y brillante. Admiraba
como el tiempo y la derrota habían mellado su tez clara. Cómo el tinte rojo
mostraba su dolor, cómo había exterminado su color blanco y prístino, así son
las opiniones que los demás nos arrojan y manchan. Porque su ex no había sido
como él pensaba, simplemente se apartó de su vida inestable, y ahora se daba
cuenta. ¿Qué le habría hecho a ella? La certeza de su error se desplomó sobre
él, el calor de su cuerpo se extinguió. Se quedó helado, allí enfrente de
aquella forma de mujer que tristemente lo miraba.
Tocaron a la puerta y con desgana abrió. Iban a llevarse su
obra para exponerla. El transportista le preguntó el título, y él con un hilo
de voz respondió, recordando aquellos versos de Miguel Hernández, “la vida
desantenta”.
Cuando los dueños del museo admiraron la obra se quedaron
absortos, no sabían que pensar, qué decir. Era tan bella como la vida. La
colocaron en el centro de la exposición, un destello de luz caía sobre su
frente, justamente dónde habían caído las lágrimas del autor, ella estaba de
rodillas, con las manos recogidas en el regazo, pero ya no quedaban pies,
habían sido desgastados por la carretera. Las líneas de la espalda habían
desaparecido, en su lugar sólo había líneas trasversales hechas por las
escaleras y en su cuello la marca de la soga que la había arrastrado tantas
veces. Su pecho, permanecía manchado de rojo y sus brazos vestidos de negro.
martes, 21 de agosto de 2012
ÁNgel
Camino entre
tempestades y oscuridades varias, siento sin sentir que no siento este vivir, a
veces no sé que soy yo y de donde vengo. Realmente, soy puro fuego, furia
salvaje reprimida, deseo incontrolable que se traduce en palabras que cuando
quiero pronunciarlas son inteligibles, parecen balbuceos, vestigios de sonidos
perdidos en las entrañas de mi cerebro que despotrican sobre saberes que no se
si son verdad o simples disparates producto de mi mente enferma. La única
certeza que tengo es que no estoy loco.
Poseo, alojado en mi
garganta, un ángel, un espíritu rapsoda, un ser inmortal que quiere abandonar
mi cuerpo, me ahoga, siempre tengo sed.
-Unas moneditas
señora.-
Poseo esa parábola
divina, que me impide relación con cualquier ser que no sea de mi misma
condición y me obliga a satisfacer sus ansías de explotar, expandirse con
gritos y quejidos que me veo obligado a callar entre las oscuras calles
abandonándome a cualquier vicio que me ofrezca un trozo de silencio. Lo suplico,
mientras veo el destello argenta entre mis dedos. Parece delicada, cristalina,
penetra con tanta suavidad, me lleva al cielo y me pierdo en espirales
adiamantadas y refrescantes. Se apaga la hoguera que me abrasa las venas.
-Venga Mari, anda si
mañana te pago dame un cigarrillo.-
- Ayer estuvo aquí tú
padre y me dijo que no te diera más tabaco que él te lo daría si vas allí a
comer.-
Esta no se achanta, es
dura como una piedra, me iré, es capaz de pegarme.
Siento este ser
creador, indómito, incontrolable, y cuando abro la boca, sólo pronuncio
barbaridades. Ellos me miran por encima, se creen tan superiores.
-¡señores yo ganaba más
que vosotros con una llamada de teléfono!-
Quizás mi arte no sea
arte, que sea tan solo un desperfecto, un eco que se expande entre rocas sangrantes y milenarias. ¿Qué será de
mi voz cuándo yo sepa qué es mi voz?
Sigo estando
incompleto, me miro las manos y me faltan dedos, son muñones, si acaso, creo…
antes sí tenía ¿Dónde los he perdido? ¡Imposible que me los hayan cortado! Me hubiera
dado cuenta ¿me hubiera dado cuenta?
Creo que hasta que no
sepa expresar con libertad lo que hay en mis adentros, esta llama que en lugar
de extinguirse se aviva con el tiempo, estas palabras descaradas que se vuelven
insultos cuando son expresadas. O quizás no tenga nada que decir, a lo mejor,
puedo expresarlo de otra manera, pueda esculpir, pintar, descubrir algo, lo que
sea, y este temblor. Tengo tanta sed.
Voy a las cuevas, a ver
si me dan algo. ¿Le robo hoy a mi padre? ¿A mi hermana?
Las calles parecen estrecharse
y la oscuridad, lentamente, se cierne sobre mí, la convención de ser sin ser es
un ente, el prejuicio de vivir en sociedad que aplasta a la sociedad misma. Es
una repetición constante, un superior que necesita a un inferior para pisotear,
denigrar y así afianzar su propia confianza en una superioridad más ficticia
que la realidad abismal que subyace en el porqué de las cosas, de nuestras
decisiones, de nuestras inmundicias porque son pequeños estereotipos que crecen
mediante la fama, después son olvidados para ser pisados de nuevo por otro
superior que se yergue cual titán e inevitablemente ofrecerá la suela de sus
zapatos para que voluntariamente, tú, antigua gloria, sitúes debajo tú preciosa
cara, él, con naturalidad, como si de pisar mierdas se tratase, la aplastará
contra el asfalto. Y tus sueños, tus anhelos, hasta tu familia serán fumigados,
desaparecerán como si de una plaga se tratase, arrasados por el brillo de ese
nuevo falso ídolo al que seguirán ciegos y sordos. Luego escucharas con
palabras taimadas, la vida es así.
Creo que soy feliz como
soy. Pero ellos creen que no lo soy. Tantos prejuicios. Tanto se debe ser,
llegar a tener… Yo solo quiero tierra en los bolsillos, y encontrar mi voz.
Los veo espiándome. Son
urracas en tejados, chapoteando en lágrimas pérdidas, apuntando en su
libretilla hecha con hojas de libertades quebrantadas.
Me voy a mear en la
papelera a ver si llaman a la poli y no duermo al raso.
¡Vigilar, vigilar
urracas, ahora volaré otra vez y os escupiré en vuestras coronillas calvas!
¿Dónde la podré
encontrar? Me la robaron, ladrones de voces, ladrones. Devolvérmela.
-¡Ladrones! ¡Devolverme
mi voz!- grito. Y repito aún más fuerte.
(Otra vez se ha vuelto
agresivo) Cuchichean a mis espaldas.
De súbito, un sonido
ensordecedor, constante, me persigue, ese rugir de cadenas presurosas, se me
cala el alma.
Veo de refilón esos
afilados picos de urracas asomándose entre canaleras, al acecho.
-¡No! ¡Yo soy libre!
Que empinada se hace la
cuesta, cada vez se estrechan más y más, a lo lejos parece brillar entre
negreces el cigarrillo del tío “El puro” que me espera en la puerta. Se agita
en mi interior ese alto ángel deseoso de salir. Ahora, parecen abalanzarse
sobre mí estas paredes desteñidas. Correr pies para que os quiero, ya cabalgo a
lomos de una ira que me sale por los ojos y la boca.
Ayer murió mi hermano,
le dieron un golpe en la cabeza, era el pequeño, siempre me siguió hasta el
infierno. Era más ingenuo, más débil. ¿Fue ayer? Porque parece que sucede
ahora, en este instante. Siempre llevaba su guitarra y tocaba algún
fandanguillo de esos que quiebran el aliento. Se lo conté a todos por una
limosna, una muerte por unos céntimos. Mi sufrimiento por unos trozos de metal
noble.
–Señora, ha muerto mi
hermano me da una limosnita.- Ni con esas me dieron, me temen, temen al ser
interior que se expande y estruja. ¿Y mi voz, si la encontrara? Ojalá la
encontrara, todo cambiaría.
Son tan afilados que
parecen cuchillas negras que ya casi me arañan la cabellera. Agitan sus alas
mientras escudriñan mi caminar esforzado.
Tengo que ir más
rápido, ya casi saca los brazos por mi boca, este ángel sapiencial, este ser
superior. Creo que es él quien me ha quitado mi voz.
-¿Dónde está mi voz?
¡Urracas devolvérmela!
Una parece que ha
vencido el miedo y ha bajado a seguirme desde el suelo. Sus patas arrugadas
golpean las piedras de la carretera. Y allá a los lejos brilla aquella pequeña
y anaranjada luz que parece llamarme.
Ya llegué, silencio,
necesito un poco de silencio. Nada más.
-Puro, dame uno. Que me
muero. Dame uno.-
-¿Tienes pa` pagarlo?
Mira esto no son la` hermanita` de la carida. Te van a llevar al centro. Ayer
estuvo aquí tu padre me dio dinero pa` que no te diera má ná. Pero caro que
haces tú sin mí. Eh!-
Que humillación siento.
Pensar en quien era, en lo que tenía, mis hijos, mi mujer, todo lo vendí por
qué. Siento tanta sed, tengo tanto que decir, tanto que llorar, pero no puedo.
No puedo con este maldito ángel pegado a las costillas. ¡Qué sed!
Ya tengo la urraca casi
a mis pies, agita sus temibles alas y quiere subirse a mi cabeza. La
jeringuilla entre mis dedos, ahora los veo. Esta maldita sed. Silencio,
necesito tanto silencio. El ruido, ese repiqueo. Yo no estoy loco. Mi padre...
Aún recuerdo como me
alzaba con sus brazos subiéndome a caballito, esa alegría expresada en el
brillo de sus ojos negros. Era tan alto, tan fuerte y gallardo, tan
esplendoroso y ahora es un viejo. Cada vez se hacía más pequeño y más débil. Y
ahora lo veo en el umbral de mi agonía con la mirada vacía y una lágrima en su
alma cándida que tanto se parecía a la mía. Solo quedamos los dos, en este
derrumbe negro y opaco, en esta suerte de destrucción.
A lomos de una quimera
tiemblo. Pero ya se acallan los gruñidos del maldito ser de mi interior y reina
por fin este gélido silencio que invade el infierno que se ha creado a su paso.
Ahora puedo dormir,
aquí mismo, en este frío y plomizo suelo. Mientras, a lo lejos, parece tronar
su voz, llamándome.
-¡Ángel! Ángel ¿Dónde
estás?-
-¿Alguien ha visto a
Angel?-
-¡Puro te dije que no
le vendieras más!-
-Pero señor Clemente
estaba desesperado. Tenía el bolsillo lleno de piedras, y si se liaba a
tirarlas contra los tejados y lo detienen otra vez. E `mejo así. Confórmese, así e` la vía, ¡esta puta vía!
-¡No! No me conformaré
nunca, es mi hijo y juntos saldremos de esta. Yo podré sacarlo. Yo podré
cuidarlo. ¡Qué es mi hijo! Ha sido todo por mi culpa.-
Una tibia lágrima
resbalaba por su anciana mejilla, encorvado sobre su bastón de madera y ribetes
dorados, ya no era un hombre, sino un viejo solitario que apenas se mantenía en
píe. No le quedaba nada, un “pisucho” lleno de harapos, puertas descolgadas,
una mesa de cocina y dos sillas.
-Aquí estoy papá, no te
preocupes, ya estoy bien. Vamos a casa.-
Y solos los dos, en la oscuridad, caminaron
agarrados del brazo, por la escombrera abajo. Allí, a su podrido y roto hogar, sin
embargo, su hogar al fin y al cabo, hasta mañana, o hasta que despierten las
urracas y su escudriñar.
jueves, 3 de noviembre de 2011
Pájaros...
Cuando resulta que no hay historia, que es solo una interrelación entre palabras sueltas, entre bocetos de entrañas que entrañan pesadumbres y bandadas de pájaros alborotados. Que sobrevuelan inmisericordes sobre el tejado de esta quejarosa casa que se cae a pedazos, no creo que sea problemas de estructura, más bien de cimientos. Y con sus gruñidos más bien, quejidos, chirridos que chirrían y se hacen insoportablemente insoportables. ¡Malditos! ¿Quién podría cortarles las alas? ¿Quién, arrancarles los picos para que dejaran de gritar!
Y se tañen en mi cabeza cuan ruidos, sonoridades polifonías y vestigios de palabras, sombras y destrozos. No es el problema la metaescritura ni la poliescritura, ni ningún invento de estos teoríocos de hoy que se creen que han encontrado la panacea de la escritura, y todo lo critican y parafrasean y cogen citas de autores y destrozan y humillan a las ilusiones. La verdad, no me apetece nada crear un estilo, o intentar un estilo. Y otra vez esos pájaros, que trinan, ¿serán golondrinas? Mi abuela dice que las golondrinas le quitaron las espinas de la corona a Jesús. ¿quién fuera diablo para arrancarlas de este cielo monocromo y hundirlas en el infierno más atroz?
En fin, la crisis en su base sintética o parasintética no existe en sí o para sí. Y harta y cansada estoy de tecnicismos de asindetónes y paradojas. De leer por leer y de aullar a la luna porque es romántico!
Pitas, pitas, pájaros, pájaros, (y agazapada, acecho, con un hacha en la mano)… pajaritos.. ¿Cómo los sacaré de mi cabeza?
martes, 25 de octubre de 2011
Mi voz.
Y el látigo arrancaba las tiras de piel al mismo tiempo que la sangre chorreaba y salpicaba la cara del azotador, se reclinaba hacia atrás hasta casi rozar el suelo con sus dedos y se extendía en el aire, ese trozo de cuero, y en su punta, cuchillas de acero, en el instante, en el segundo que se tensaba se escuchaba el dolor en el silencio.
Los espectadores atónitos escrutaban la cara del mutilado agarrado por las muñecas a una verga de madera que yacía hincada al suelo. Parecían romperse sus brazos por el esfuerzo. Se callaban, el momento había llegado, el próximo latigazo era inminente, los villanos esperaban lujuriosos oir el grito de dolor, lo ansiaban y se gratificaban en llegar a sentir ese poder extraño que embriagaba el ambiente. Ver como sufre hasta el éxtasis, hasta que se ahoguen los latidos de su exangüe corazón y el sufrimiento y la tortura y la derrota se abracen a su espíritu y perezca ahora, por su mano, quizás. Por ser participes de tal violencia, será más posible. Y el poder resbala grandilocuente por sus barbillas sebosas cual saliva, y paladean ese odio y ese rencor. Que, no más lejos de la realidad, nada tiene que ver con la muerte de ese malnacido que se ahoga en su propia sangre y relampaguea sobre él la culpa de ser inocente y no poder evitar un destino tan atroz.
Y ahora es el momento, el chasquido, la inspiración y el impacto. Pero no gritó.
Se resignan y les chirrían los dientes- – ¡Más fuerte gritan!- Hasta que atraviese y le arranque el corazón por la espalda. Musitan.
Pero desgraciadamente, y aunque les pese, no gritó, ni gritará. Porque su voz es lo único que le queda y no está dispuesto a venderla para que unos disfruten de su agonía.
jueves, 29 de septiembre de 2011
Adiós violador, adiós.
La furia se apodera de mis sentidos, no sé si respira. Arrodillada al lado de su cadáver palidezco. ¿Será un cadáver? ¿Estará muerto? Lo remataré. La bala estalla en su cráneo y siento satisfacción.
Aun siento en mi cuerpo su gordas manos rozándome, no alcanzo a describir esto que aborda mi corazón, furia, es furia ciega. Negra e incontrolable, descabella, cabalgo en el potro de la venganza que al fin llevé a cabo. Lo maté. Esas manos gordas y sudorosas adentrándose en mis entrañas, acariciando tenazmente mis muslos. Violador has muerto. Me abordó en la esquina, quise defenderme. ¿Por qué seré mujer? ¿Por qué vivo encerrada en este inútil cuerpo? Corrí, corrí sin mirar atrás, el me perseguía jadeante. ¿qué le hice yo? Ser bella, ser deseable. Acaso caminaba contorneándome para intentar seducirlo. Y como león, como fiera, me agarró y reventó mis entrañas.
Después solo sabía llorar. Llegué sangrando, destrozada. Mutilada. Abrasada por el horror del deseo de poseer. Pero sé quién es, lo encontré.
Ahora pienso que las palabras furia y fiera se parecen.
Decidí esperar, esconderme. Convertirme en sombra, en silencio. Coseché lentamente este sentimiento, la venganza. Recuerdo cuando le quité la pistola al policía. Ya no importa, ya me arrancaron mi ser y sembraron en mí la semilla del hombre, la violencia del hombre. Y seré hombre. Soy hombre.
Miré su cañón reluciente, suspiré hondamente. Tiene nombre de mujer, pistola, arma, es curioso los entresijos del leguaje.
Ahora, yaces aquí, inerte, muerto, un hilo de negra sangre, sangre sucia recorre los adoquines de la calle, y me alegro. Mereces la muerte.
Resígnate, me decían, pide ayuda me gritaban, denuncia, suplicaban. ¡no¡ Y que salga impune, absuelto.
Iré a la cárcel, no importa. Uno menos, ya solo quedan no sé, ¿cuántos? ¿un millón? ¿Dos? Tengo el resto de mi vida por delante.
Adiós, violador, adiós.
sábado, 24 de septiembre de 2011
Panteras.
Obra de Matug Aborawi.
Su suave aroma, a canela y menta, impregnaba la estancia. La luz penetraba, tenue, por una pequeña rendija de la tupida, pesada cortina de terciopelo granate. Se vislumbraba su suave contorno azulado. Y sonidos de suspiros mezclabanse con el almizcle exhalado de su moldeado y argenta cuerpo.
En el umbral, medio escondida, admiraba con ojos cristalinos y olivas, como se estremecía entre sombras su masculino cuerpo, deseaba, anhelaba, ser su ser, sus entrañas, poseerlo. Era su belleza un poder oculto, su carácter de ser poseedor y nunca poseído. Quiso renegar de su naturaleza divina de Helena, de madre tierra, y ser el inmortal y poderoso Urano.
De súbito, se abalanzó sobre él, cual tempestad, cual ola solitaria, y sin piedad, lo agarró por detrás, y le susurró en un hilo jadeante de voz.
- Hoy te poseeré yo. -
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