miércoles, 8 de enero de 2014

LA VIDA DESATENTA.



Y arrojó de sus manos el cincel manchado de un color sangriento, lo tiró contra el suelo con fuerza. Rechinaron sus dientes en tonos metálicos por la muela de oro que tenía, se la puso de jovenzuelo, para impresionar a las muchachas, quizás, y cerró la puerta de un portazo.
Fuera, en la calle, había bruma, el cielo crepitaba tintes anaranjados y el sol moría en el horizonte.
Desdeñado, perturbado por no poseer la pericia de Dios, esquizofrénico de su propia mente, escuchaba la voz, la voz del genio, del germen que le gritaba acosadora, -no serás capaz, ¡no serás capaz, maldito! Jamás podrás terminar la obra maestra.-
A zancadas se metió en el primer bar que encontró,-¡ whiskey!-, pidió, con rapidez lo cogió de la barra, a él no le gustaba el whiskey, ni el alcohol, pero se encontraba tan ahogado en sus pensamientos, tan absorto y débil y había leído tanta novela negra en las que el protagonista se tiraba en manos del alcohol para poder inspirarse, para poder olvidar, para poder quizás ver la luz entre tanta oscuridad. Y se lo bebió tan rápido como se lo habían puesto, de un trago, pero no depositó enseguida el vaso de cristal medio sucio, aparecía lleno de polvo y paseó su pupila azul hacia el fondo inclinándolo sobre sí, mirando al cielo, cielo oscuro, porque dentro de un bar mugriento, con la barra aceitosa, los taburetes de los años ochenta, un cristal naranja traslucido hacía de ventana, los rayos de sol se asfixiaban antes de entrar. Buscó en el fondo del vaso, anhelando una respuesta, una divagación, un algo que le diera solución a su tormento.
¿Por qué había decidido pintar de bermellón la escultura?
Vio su cara perfectamente cincelada y le parecía tan pura, tan cristalina, desteñía tanta, ¿Cómo decirlo...? tanta virginidad. Y ¡no! No se correspondía con la modelo, para nada. En absoluto. Ella no era ni virginal, ni pura, ni buena ni… ella le había arrancado el corazón de cuajo, se lo había metido en la boca, lo había masticado con saña y se lo había escupido en el pecho. Sí, parece tópico, pero fue así. Ya no tenía corazón, ni alma, tan sólo el vómito de una fulana malcriada que lo había pisoteado. Sí, era una fulana. Se vendía por fama, por poder, por nada, por unas pesetas y un mal piropo susurrado a la oreja.
¡Lo voy a romper! Gritó con determinación golpeando con fuerza férrea la oleosa barra. Corrió con desesperación hacia su estudio. Abrió la puerta y allí estaba tan preciosa, mirándolo, toda vestida de rojo, y se sintió sin fuerzas, cayó de rodillas ante ella suplicando piedad. Parecía observarlo con sus ojos de mármol, tanto había trabajado en ella, tanto se había esforzado que sentía que aquel retrato ya no era esa arpía que le había destrozado el corazón, pero no, recordó el dolor que se alojaba en su pecho. Recordó como lo había usado y había tirado a la papelera. Y con desasosiego cogió una cuerda y la ató del cuello tirándola al suelo, y ella ni se inmutó. No se rompió. Increíble, pero ni siquiera se resquebrajó, en lugar de mármol parecía de metal. Cogió el buril, e intentó, mareado, martillear su precioso y sedoso cuerpo y en cada intento erraba el golpe. Imposible. Se abalanzó sobre ella y quizás por los efectos del alcohol, o quizás porque estaba tan cansado, que se desmayó a su lado. Y allí permaneció largo tiempo tendido. Fueron minutos, horas o días. Cuando recuperó el sentido tenía tanta hambre que fue corriendo a la nevera en busca de lo que fuera. Allí encontró un litro de leche y un trozo de tarta que sabía a frigorífico. Lo jaló en un instante, y en ese momento se olvidó de su talla.
Se paró a contemplar sus manos, aún teñidas, vio que era un simple mortal, un animal incapaz de conformarse con la esplendida realidad que le era regalada, se vistió de optimismo y se dirigió a la ducha. Pero pasando, desgraciadamente por su estudio, se detuvo en la entrada, y allí estaba, otra vez, mirándolo, de forma despiadada, yacía en el suelo cubierta de sangre (pero no era sangre, era la pintura que él le había tirado antes) y de nuevo calló de rodillas desplomándose el cielo sobre él. Rompió en sollozos, en lágrimas amargas, y decidió limpiar su amada escultura, se la llevó con la cuerda al cuarto de baño, la metió consigo en la ducha y le enjuagó los senos, y frotó, frotó sin descansó. Sin embargo, la pintura ya se había secado y por más que se esforzaba la pintura no desaparecía. -¡Qué he hecho! Aulló desconsolado. ¿Qué he hecho? ¡La he matado! Soy un terrible, un terrible asesino. ¿Cómo me he convertido en un maltratador? ¡Ay mi pobre, mi pobre obra así mutilada!
-La haré de nuevo.- decidió, sacó de nuevo la estatua de la ducha con la cuerda que aún tenía aferrada al cuello chocaba con todas las dependencias de la casa, hizo un agujero en la pared con la rodilla, a él no parecía importarle. Se vistió. Y pensó en tirarla al basurero, sin que nadie lo viera. La bajó a trompicones por las escaleras hasta el sótano. Y todo retumbaba, una gran tormenta sonaba, la estatua aún estaba intacta, pese a todos los golpes recibidos, pero su rostro parecía que lloraba.
Ya había llegado a su coche. Desgraciadamente no cogía en el maletero. ¡Ya te dijo que necesitabas un cinco puertas! ¿Por qué demonios te compraste un escarabajo?
Nada, no cabía de ninguna manera, ni en el techo, ni en el maletero, ni en el asiento delantero, en ningún sitio.
La desesperación se apoderaba de él de una forma desmesurada. La rabia, el dolor, la agonía le oprimía tanto que ya no podía respirar. Decidió, amarrarla fuerte y atarla a la bola del remolque para llevarla aunque fuera a rastras. Y así lo hizo.
El loco escultor vestido de harapos, conduciendo un escarabajo rojo, llevando una escultura a rastras por mitad de la A92 en dirección del vertedero a las cuatro de la madrugada.
Y de repente, se acordó. -¡Si es mañana la exposición!- dio un grito tomó la primera intersección para cambiar de sentido. –Espero que esté aún entera-espetó. Y haciendo la rotonda la estatua se soltó del frágil amarre. Salió disparada, rompió las barreras de protección y fue a parar a al campo, debajo de un almendro, chocó contra el tronco y todas las flores cayeron sobre la maltrecha talla de aquella mujer mala, o no era tan mala, o simplemente había descubierto que al escultor le faltaba una tuerca. O quien sabe… pero, en aquel momento, aparecía cubierta con flores blancas que resplandecían a la luz de la luna de febrero. Vestida de rojo, ennegrecida por la dureza del asfalto que no había hecho sino pulir aún más la superficie hasta dejar la espalda totalmente pulida.
El escultor aparcó el escarabajo en la cuneta y se dirigió corriendo hacia la escultura. ¡Qué esté viva! Imploraba.
Allí yacía, su autor al admiradla resolvió que de ninguna manera ese ángel era la copia de aquella malvada. La estrechó entre sus brazos y lloró de nuevo. Sus lágrimas resbalaron sobre el hollín de la carretera y crearon, en su frente, marcas semejantes a estrellas.
Sacó una manta del coche y la envolvió porque así como estaba le pareció preciosa. Con sus flores incluidas.
Decidió volver por la mañana con un vehículo apropiado para su transporte y rescatarla de su mortaja.
Ya en su estudio la admiró con ojos nuevos, y un nuevo pensamiento. Pensó en no limpiarla, ya había demasiadas esculturas bellas en las vitrinas de los museos, recordando a la antigua Grecia, y quién podría superar a “Bernini” y su “Rapto de Proserpina”.
A veces, el destino es el actor de nuestras decisiones, la locura de no poder aferrarse a las riendas de la vida estalla y nubla nuestro entendimiento. La furia nos ciega, el desconsuelo se apodera de nuestras acciones y es la pasión la que nos domina. El escultor admiró como caía la luz del amanecer sobre el rostro maltrecho y ajado de su enamorada arrepintiéndose de todas las acciones que había emprendido en su contra. Como estaba, aunque demacrada, era perfecta, aunque desgastada, era bella y brillante. Admiraba como el tiempo y la derrota habían mellado su tez clara. Cómo el tinte rojo mostraba su dolor, cómo había exterminado su color blanco y prístino, así son las opiniones que los demás nos arrojan y manchan. Porque su ex no había sido como él pensaba, simplemente se apartó de su vida inestable, y ahora se daba cuenta. ¿Qué le habría hecho a ella? La certeza de su error se desplomó sobre él, el calor de su cuerpo se extinguió. Se quedó helado, allí enfrente de aquella forma de mujer que tristemente lo miraba.
Tocaron a la puerta y con desgana abrió. Iban a llevarse su obra para exponerla. El transportista le preguntó el título, y él con un hilo de voz respondió, recordando aquellos versos de Miguel Hernández, “la vida desantenta”.
Cuando los dueños del museo admiraron la obra se quedaron absortos, no sabían que pensar, qué decir. Era tan bella como la vida. La colocaron en el centro de la exposición, un destello de luz caía sobre su frente, justamente dónde habían caído las lágrimas del autor, ella estaba de rodillas, con las manos recogidas en el regazo, pero ya no quedaban pies, habían sido desgastados por la carretera. Las líneas de la espalda habían desaparecido, en su lugar sólo había líneas trasversales hechas por las escaleras y en su cuello la marca de la soga que la había arrastrado tantas veces. Su pecho, permanecía manchado de rojo y sus brazos vestidos de negro.