lunes, 19 de septiembre de 2011

La gotera.

El sonido constante y monótono era ensordecedor. Siempre a un ritmo, siempre igual, siempre inmutable. Aunque no lloviese, seguía su curso. El barreño donde moría cada insólita gota de agua, tenía el fondo sangriento, restos de ladrillo. Pero a él le parecía sangre de verdad. Cuántas divagaciones giraban alrededor de la gotera. A veces cogía un taburete de la cocina y se sentaba a ver como caía el agua. La luz se reflejaba en cada una y hacía brillar el lúgubre pasillo, una estela de estrellas giraban en las paredes del pasillo.
Pero aquella noche, cesó. Se detuvo el murmullo.
Se sobresaltó en la cama. En sus diez años de vida no había dejado de sonar. Un ávido escalofrío le caló los huesos. El corazón se iba acelerando paulatinamente. Y seguía inmóvil, paralizado. Nunca había apreciado el silencio. Nunca se había imaginado lo estremecedor y terrible que podía ser el silencio. Un vacío comenzó a llenarle el alma. Todo se quedó helado.
Las sombras nocturnas asemejaban las fauces de la muerte. De repente, un grito desgarrador abrió la noche en llamaradas. Le pudo el instinto de supervivencia y saltó de la cama. Corrió hasta el dormitorio de sus padres. Estaban dormidos.
¿Quién había gritado? Se preguntaba.
La oscuridad reinaba en la vieja casa. Un ruido, un golpe seco le hizo dar un salto, el espíritu le llegó al techo.
Corriendo se dirigió a la habitación de su hermana. La cama estaba vacía. Sintió un aliento en la nuca, se giró rápidamente y no había nadie.
Y entonces escuchó una voz conocida… – Tranquilo Félix, yo siempre estaré contigo.-
En el umbral de la habitación de su abuelo estaba su hermana. Ahora la gotera estaba en sus ojos y había encharcado el suelo.
Aquella noche silenciosa murió su querido abuelo.
La gotera se secó y Félix debió acostumbrarse al silencio. Justo antes de dormir, recordaba aquella voz que tanto le consolaba.

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