Y arrojó de sus manos el cincel manchado de un color
sangriento, lo tiró contra el suelo con fuerza. Rechinaron sus dientes en tonos
metálicos por la muela de oro que tenía, se la puso de jovenzuelo, para
impresionar a las muchachas, quizás, y cerró la puerta de un portazo.
Fuera, en la calle, había bruma, el cielo crepitaba tintes
anaranjados y el sol moría en el horizonte.
Desdeñado, perturbado por no poseer la pericia de Dios,
esquizofrénico de su propia mente, escuchaba la voz, la voz del genio, del
germen que le gritaba acosadora, -no serás capaz, ¡no serás capaz, maldito!
Jamás podrás terminar la obra maestra.-
A zancadas se metió en el primer bar que encontró,-¡
whiskey!-, pidió, con rapidez lo cogió de la barra, a él no le gustaba el
whiskey, ni el alcohol, pero se encontraba tan ahogado en sus pensamientos, tan
absorto y débil y había leído tanta novela negra en las que el protagonista se
tiraba en manos del alcohol para poder inspirarse, para poder olvidar, para
poder quizás ver la luz entre tanta oscuridad. Y se lo bebió tan rápido como se
lo habían puesto, de un trago, pero no depositó enseguida el vaso de cristal medio
sucio, aparecía lleno de polvo y paseó su pupila azul hacia el fondo
inclinándolo sobre sí, mirando al cielo, cielo oscuro, porque dentro de un bar
mugriento, con la barra aceitosa, los taburetes de los años ochenta, un cristal
naranja traslucido hacía de ventana, los rayos de sol se asfixiaban antes de
entrar. Buscó en el fondo del vaso, anhelando una respuesta, una divagación, un
algo que le diera solución a su tormento.
¿Por qué había decidido pintar de bermellón la escultura?
Vio su cara perfectamente cincelada y le parecía tan pura,
tan cristalina, desteñía tanta, ¿Cómo decirlo...? tanta virginidad. Y ¡no! No
se correspondía con la modelo, para nada. En absoluto. Ella no era ni virginal,
ni pura, ni buena ni… ella le había arrancado el corazón de cuajo, se lo había
metido en la boca, lo había masticado con saña y se lo había escupido en el
pecho. Sí, parece tópico, pero fue así. Ya no tenía corazón, ni alma, tan sólo
el vómito de una fulana malcriada que lo había pisoteado. Sí, era una fulana.
Se vendía por fama, por poder, por nada, por unas pesetas y un mal piropo
susurrado a la oreja.
¡Lo voy a romper! Gritó con determinación golpeando con
fuerza férrea la oleosa barra. Corrió con desesperación hacia su estudio. Abrió
la puerta y allí estaba tan preciosa, mirándolo, toda vestida de rojo, y se
sintió sin fuerzas, cayó de rodillas ante ella suplicando piedad. Parecía
observarlo con sus ojos de mármol, tanto había trabajado en ella, tanto se
había esforzado que sentía que aquel retrato ya no era esa arpía que le había
destrozado el corazón, pero no, recordó el dolor que se alojaba en su pecho.
Recordó como lo había usado y había tirado a la papelera. Y con desasosiego
cogió una cuerda y la ató del cuello tirándola al suelo, y ella ni se inmutó.
No se rompió. Increíble, pero ni siquiera se resquebrajó, en lugar de mármol
parecía de metal. Cogió el buril, e intentó, mareado, martillear su precioso y
sedoso cuerpo y en cada intento erraba el golpe. Imposible. Se abalanzó sobre
ella y quizás por los efectos del alcohol, o quizás porque estaba tan cansado,
que se desmayó a su lado. Y allí permaneció largo tiempo tendido. Fueron
minutos, horas o días. Cuando recuperó el sentido tenía tanta hambre que fue
corriendo a la nevera en busca de lo que fuera. Allí encontró un litro de leche
y un trozo de tarta que sabía a frigorífico. Lo jaló en un instante, y en ese
momento se olvidó de su talla.
Se paró a contemplar sus manos, aún teñidas, vio que era un
simple mortal, un animal incapaz de conformarse con la esplendida realidad que
le era regalada, se vistió de optimismo y se dirigió a la ducha. Pero pasando,
desgraciadamente por su estudio, se detuvo en la entrada, y allí estaba, otra
vez, mirándolo, de forma despiadada, yacía en el suelo cubierta de sangre (pero
no era sangre, era la pintura que él le había tirado antes) y de nuevo calló de
rodillas desplomándose el cielo sobre él. Rompió en sollozos, en lágrimas
amargas, y decidió limpiar su amada escultura, se la llevó con la cuerda al
cuarto de baño, la metió consigo en la ducha y le enjuagó los senos, y frotó,
frotó sin descansó. Sin embargo, la pintura ya se había secado y por más que se
esforzaba la pintura no desaparecía. -¡Qué he hecho! Aulló desconsolado. ¿Qué
he hecho? ¡La he matado! Soy un terrible, un terrible asesino. ¿Cómo me he
convertido en un maltratador? ¡Ay mi pobre, mi pobre obra así mutilada!
-La haré de nuevo.- decidió, sacó de nuevo la estatua de la
ducha con la cuerda que aún tenía aferrada al cuello chocaba con todas las
dependencias de la casa, hizo un agujero en la pared con la rodilla, a él no
parecía importarle. Se vistió. Y pensó en tirarla al basurero, sin que nadie lo
viera. La bajó a trompicones por las escaleras hasta el sótano. Y todo
retumbaba, una gran tormenta sonaba, la estatua aún estaba intacta, pese a
todos los golpes recibidos, pero su rostro parecía que lloraba.
Ya había llegado a su coche. Desgraciadamente no cogía en
el maletero. ¡Ya te dijo que necesitabas un cinco puertas! ¿Por qué demonios te
compraste un escarabajo?
Nada, no cabía de ninguna manera, ni en el techo, ni en el
maletero, ni en el asiento delantero, en ningún sitio.
La desesperación se apoderaba de él de una forma
desmesurada. La rabia, el dolor, la agonía le oprimía tanto que ya no podía
respirar. Decidió, amarrarla fuerte y atarla a la bola del remolque para
llevarla aunque fuera a rastras. Y así lo hizo.
El loco escultor vestido de harapos, conduciendo un
escarabajo rojo, llevando una escultura a rastras por mitad de la A92 en dirección del vertedero a
las cuatro de la madrugada.
Y de repente, se acordó. -¡Si es mañana la exposición!- dio
un grito tomó la primera intersección para cambiar de sentido. –Espero que esté
aún entera-espetó. Y haciendo la rotonda la estatua se soltó del frágil amarre.
Salió disparada, rompió las barreras de protección y fue a parar a al campo, debajo de un almendro, chocó
contra el tronco y todas las flores cayeron sobre la maltrecha talla de aquella
mujer mala, o no era tan mala, o simplemente había descubierto que al escultor
le faltaba una tuerca. O quien sabe… pero, en aquel momento, aparecía cubierta
con flores blancas que resplandecían a la luz de la luna de febrero. Vestida de
rojo, ennegrecida por la dureza del asfalto que no había hecho sino pulir aún
más la superficie hasta dejar la espalda totalmente pulida.
El escultor aparcó el escarabajo en la cuneta y se dirigió
corriendo hacia la escultura. ¡Qué esté viva! Imploraba.
Allí yacía, su autor al admiradla resolvió que de ninguna
manera ese ángel era la copia de aquella malvada. La estrechó entre sus brazos
y lloró de nuevo. Sus lágrimas resbalaron sobre el hollín de la carretera y
crearon, en su frente, marcas semejantes a estrellas.
Sacó una manta del coche y la envolvió porque así como
estaba le pareció preciosa. Con sus flores incluidas.
Decidió volver por la mañana con un vehículo apropiado para
su transporte y rescatarla de su mortaja.
Ya en su estudio la admiró con ojos nuevos, y un nuevo
pensamiento. Pensó en no limpiarla, ya había demasiadas esculturas bellas en
las vitrinas de los museos, recordando a la antigua Grecia, y quién podría
superar a “Bernini” y su “Rapto de Proserpina”.
A veces, el destino es el actor de nuestras decisiones, la
locura de no poder aferrarse a las riendas de la vida estalla y nubla nuestro
entendimiento. La furia nos ciega, el desconsuelo se apodera de nuestras
acciones y es la pasión la que nos domina. El escultor admiró como caía la luz
del amanecer sobre el rostro maltrecho y ajado de su enamorada arrepintiéndose
de todas las acciones que había emprendido en su contra. Como estaba, aunque
demacrada, era perfecta, aunque desgastada, era bella y brillante. Admiraba
como el tiempo y la derrota habían mellado su tez clara. Cómo el tinte rojo
mostraba su dolor, cómo había exterminado su color blanco y prístino, así son
las opiniones que los demás nos arrojan y manchan. Porque su ex no había sido
como él pensaba, simplemente se apartó de su vida inestable, y ahora se daba
cuenta. ¿Qué le habría hecho a ella? La certeza de su error se desplomó sobre
él, el calor de su cuerpo se extinguió. Se quedó helado, allí enfrente de
aquella forma de mujer que tristemente lo miraba.
Tocaron a la puerta y con desgana abrió. Iban a llevarse su
obra para exponerla. El transportista le preguntó el título, y él con un hilo
de voz respondió, recordando aquellos versos de Miguel Hernández, “la vida
desantenta”.
Cuando los dueños del museo admiraron la obra se quedaron
absortos, no sabían que pensar, qué decir. Era tan bella como la vida. La
colocaron en el centro de la exposición, un destello de luz caía sobre su
frente, justamente dónde habían caído las lágrimas del autor, ella estaba de
rodillas, con las manos recogidas en el regazo, pero ya no quedaban pies,
habían sido desgastados por la carretera. Las líneas de la espalda habían
desaparecido, en su lugar sólo había líneas trasversales hechas por las
escaleras y en su cuello la marca de la soga que la había arrastrado tantas
veces. Su pecho, permanecía manchado de rojo y sus brazos vestidos de negro.
Este relato también es tan bello como la vida.
ResponderEliminarMe fascina el la forma de contar la historia. Es un relato muy bien escrito.
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