Y el látigo arrancaba las tiras de piel al mismo tiempo que la sangre chorreaba y salpicaba la cara del azotador, se reclinaba hacia atrás hasta casi rozar el suelo con sus dedos y se extendía en el aire, ese trozo de cuero, y en su punta, cuchillas de acero, en el instante, en el segundo que se tensaba se escuchaba el dolor en el silencio.
Los espectadores atónitos escrutaban la cara del mutilado agarrado por las muñecas a una verga de madera que yacía hincada al suelo. Parecían romperse sus brazos por el esfuerzo. Se callaban, el momento había llegado, el próximo latigazo era inminente, los villanos esperaban lujuriosos oir el grito de dolor, lo ansiaban y se gratificaban en llegar a sentir ese poder extraño que embriagaba el ambiente. Ver como sufre hasta el éxtasis, hasta que se ahoguen los latidos de su exangüe corazón y el sufrimiento y la tortura y la derrota se abracen a su espíritu y perezca ahora, por su mano, quizás. Por ser participes de tal violencia, será más posible. Y el poder resbala grandilocuente por sus barbillas sebosas cual saliva, y paladean ese odio y ese rencor. Que, no más lejos de la realidad, nada tiene que ver con la muerte de ese malnacido que se ahoga en su propia sangre y relampaguea sobre él la culpa de ser inocente y no poder evitar un destino tan atroz.
Y ahora es el momento, el chasquido, la inspiración y el impacto. Pero no gritó.
Se resignan y les chirrían los dientes- – ¡Más fuerte gritan!- Hasta que atraviese y le arranque el corazón por la espalda. Musitan.
Pero desgraciadamente, y aunque les pese, no gritó, ni gritará. Porque su voz es lo único que le queda y no está dispuesto a venderla para que unos disfruten de su agonía.