Camino entre
tempestades y oscuridades varias, siento sin sentir que no siento este vivir, a
veces no sé que soy yo y de donde vengo. Realmente, soy puro fuego, furia
salvaje reprimida, deseo incontrolable que se traduce en palabras que cuando
quiero pronunciarlas son inteligibles, parecen balbuceos, vestigios de sonidos
perdidos en las entrañas de mi cerebro que despotrican sobre saberes que no se
si son verdad o simples disparates producto de mi mente enferma. La única
certeza que tengo es que no estoy loco.
Poseo, alojado en mi
garganta, un ángel, un espíritu rapsoda, un ser inmortal que quiere abandonar
mi cuerpo, me ahoga, siempre tengo sed.
-Unas moneditas
señora.-
Poseo esa parábola
divina, que me impide relación con cualquier ser que no sea de mi misma
condición y me obliga a satisfacer sus ansías de explotar, expandirse con
gritos y quejidos que me veo obligado a callar entre las oscuras calles
abandonándome a cualquier vicio que me ofrezca un trozo de silencio. Lo suplico,
mientras veo el destello argenta entre mis dedos. Parece delicada, cristalina,
penetra con tanta suavidad, me lleva al cielo y me pierdo en espirales
adiamantadas y refrescantes. Se apaga la hoguera que me abrasa las venas.
-Venga Mari, anda si
mañana te pago dame un cigarrillo.-
- Ayer estuvo aquí tú
padre y me dijo que no te diera más tabaco que él te lo daría si vas allí a
comer.-
Esta no se achanta, es
dura como una piedra, me iré, es capaz de pegarme.
Siento este ser
creador, indómito, incontrolable, y cuando abro la boca, sólo pronuncio
barbaridades. Ellos me miran por encima, se creen tan superiores.
-¡señores yo ganaba más
que vosotros con una llamada de teléfono!-
Quizás mi arte no sea
arte, que sea tan solo un desperfecto, un eco que se expande entre rocas sangrantes y milenarias. ¿Qué será de
mi voz cuándo yo sepa qué es mi voz?
Sigo estando
incompleto, me miro las manos y me faltan dedos, son muñones, si acaso, creo…
antes sí tenía ¿Dónde los he perdido? ¡Imposible que me los hayan cortado! Me hubiera
dado cuenta ¿me hubiera dado cuenta?
Creo que hasta que no
sepa expresar con libertad lo que hay en mis adentros, esta llama que en lugar
de extinguirse se aviva con el tiempo, estas palabras descaradas que se vuelven
insultos cuando son expresadas. O quizás no tenga nada que decir, a lo mejor,
puedo expresarlo de otra manera, pueda esculpir, pintar, descubrir algo, lo que
sea, y este temblor. Tengo tanta sed.
Voy a las cuevas, a ver
si me dan algo. ¿Le robo hoy a mi padre? ¿A mi hermana?
Las calles parecen estrecharse
y la oscuridad, lentamente, se cierne sobre mí, la convención de ser sin ser es
un ente, el prejuicio de vivir en sociedad que aplasta a la sociedad misma. Es
una repetición constante, un superior que necesita a un inferior para pisotear,
denigrar y así afianzar su propia confianza en una superioridad más ficticia
que la realidad abismal que subyace en el porqué de las cosas, de nuestras
decisiones, de nuestras inmundicias porque son pequeños estereotipos que crecen
mediante la fama, después son olvidados para ser pisados de nuevo por otro
superior que se yergue cual titán e inevitablemente ofrecerá la suela de sus
zapatos para que voluntariamente, tú, antigua gloria, sitúes debajo tú preciosa
cara, él, con naturalidad, como si de pisar mierdas se tratase, la aplastará
contra el asfalto. Y tus sueños, tus anhelos, hasta tu familia serán fumigados,
desaparecerán como si de una plaga se tratase, arrasados por el brillo de ese
nuevo falso ídolo al que seguirán ciegos y sordos. Luego escucharas con
palabras taimadas, la vida es así.
Creo que soy feliz como
soy. Pero ellos creen que no lo soy. Tantos prejuicios. Tanto se debe ser,
llegar a tener… Yo solo quiero tierra en los bolsillos, y encontrar mi voz.
Los veo espiándome. Son
urracas en tejados, chapoteando en lágrimas pérdidas, apuntando en su
libretilla hecha con hojas de libertades quebrantadas.
Me voy a mear en la
papelera a ver si llaman a la poli y no duermo al raso.
¡Vigilar, vigilar
urracas, ahora volaré otra vez y os escupiré en vuestras coronillas calvas!
¿Dónde la podré
encontrar? Me la robaron, ladrones de voces, ladrones. Devolvérmela.
-¡Ladrones! ¡Devolverme
mi voz!- grito. Y repito aún más fuerte.
(Otra vez se ha vuelto
agresivo) Cuchichean a mis espaldas.
De súbito, un sonido
ensordecedor, constante, me persigue, ese rugir de cadenas presurosas, se me
cala el alma.
Veo de refilón esos
afilados picos de urracas asomándose entre canaleras, al acecho.
-¡No! ¡Yo soy libre!
Que empinada se hace la
cuesta, cada vez se estrechan más y más, a lo lejos parece brillar entre
negreces el cigarrillo del tío “El puro” que me espera en la puerta. Se agita
en mi interior ese alto ángel deseoso de salir. Ahora, parecen abalanzarse
sobre mí estas paredes desteñidas. Correr pies para que os quiero, ya cabalgo a
lomos de una ira que me sale por los ojos y la boca.
Ayer murió mi hermano,
le dieron un golpe en la cabeza, era el pequeño, siempre me siguió hasta el
infierno. Era más ingenuo, más débil. ¿Fue ayer? Porque parece que sucede
ahora, en este instante. Siempre llevaba su guitarra y tocaba algún
fandanguillo de esos que quiebran el aliento. Se lo conté a todos por una
limosna, una muerte por unos céntimos. Mi sufrimiento por unos trozos de metal
noble.
–Señora, ha muerto mi
hermano me da una limosnita.- Ni con esas me dieron, me temen, temen al ser
interior que se expande y estruja. ¿Y mi voz, si la encontrara? Ojalá la
encontrara, todo cambiaría.
Son tan afilados que
parecen cuchillas negras que ya casi me arañan la cabellera. Agitan sus alas
mientras escudriñan mi caminar esforzado.
Tengo que ir más
rápido, ya casi saca los brazos por mi boca, este ángel sapiencial, este ser
superior. Creo que es él quien me ha quitado mi voz.
-¿Dónde está mi voz?
¡Urracas devolvérmela!
Una parece que ha
vencido el miedo y ha bajado a seguirme desde el suelo. Sus patas arrugadas
golpean las piedras de la carretera. Y allá a los lejos brilla aquella pequeña
y anaranjada luz que parece llamarme.
Ya llegué, silencio,
necesito un poco de silencio. Nada más.
-Puro, dame uno. Que me
muero. Dame uno.-
-¿Tienes pa` pagarlo?
Mira esto no son la` hermanita` de la carida. Te van a llevar al centro. Ayer
estuvo aquí tu padre me dio dinero pa` que no te diera má ná. Pero caro que
haces tú sin mí. Eh!-
Que humillación siento.
Pensar en quien era, en lo que tenía, mis hijos, mi mujer, todo lo vendí por
qué. Siento tanta sed, tengo tanto que decir, tanto que llorar, pero no puedo.
No puedo con este maldito ángel pegado a las costillas. ¡Qué sed!
Ya tengo la urraca casi
a mis pies, agita sus temibles alas y quiere subirse a mi cabeza. La
jeringuilla entre mis dedos, ahora los veo. Esta maldita sed. Silencio,
necesito tanto silencio. El ruido, ese repiqueo. Yo no estoy loco. Mi padre...
Aún recuerdo como me
alzaba con sus brazos subiéndome a caballito, esa alegría expresada en el
brillo de sus ojos negros. Era tan alto, tan fuerte y gallardo, tan
esplendoroso y ahora es un viejo. Cada vez se hacía más pequeño y más débil. Y
ahora lo veo en el umbral de mi agonía con la mirada vacía y una lágrima en su
alma cándida que tanto se parecía a la mía. Solo quedamos los dos, en este
derrumbe negro y opaco, en esta suerte de destrucción.
A lomos de una quimera
tiemblo. Pero ya se acallan los gruñidos del maldito ser de mi interior y reina
por fin este gélido silencio que invade el infierno que se ha creado a su paso.
Ahora puedo dormir,
aquí mismo, en este frío y plomizo suelo. Mientras, a lo lejos, parece tronar
su voz, llamándome.
-¡Ángel! Ángel ¿Dónde
estás?-
-¿Alguien ha visto a
Angel?-
-¡Puro te dije que no
le vendieras más!-
-Pero señor Clemente
estaba desesperado. Tenía el bolsillo lleno de piedras, y si se liaba a
tirarlas contra los tejados y lo detienen otra vez. E `mejo así. Confórmese, así e` la vía, ¡esta puta vía!
-¡No! No me conformaré
nunca, es mi hijo y juntos saldremos de esta. Yo podré sacarlo. Yo podré
cuidarlo. ¡Qué es mi hijo! Ha sido todo por mi culpa.-
Una tibia lágrima
resbalaba por su anciana mejilla, encorvado sobre su bastón de madera y ribetes
dorados, ya no era un hombre, sino un viejo solitario que apenas se mantenía en
píe. No le quedaba nada, un “pisucho” lleno de harapos, puertas descolgadas,
una mesa de cocina y dos sillas.
-Aquí estoy papá, no te
preocupes, ya estoy bien. Vamos a casa.-
Y solos los dos, en la oscuridad, caminaron
agarrados del brazo, por la escombrera abajo. Allí, a su podrido y roto hogar, sin
embargo, su hogar al fin y al cabo, hasta mañana, o hasta que despierten las
urracas y su escudriñar.